Estar en una sola carrera de Fórmula 1 fue como estar en todas. Enseguida me sentí en casa. Apenas llegamos al predio, sin verla, ya escuchaba a la F2 y fue el sonido lo que me materializó el sueño. Un sonido que esperé muchos años. No tuve la piel de pollo ni una emoción histriónica, sino en cambio una calma profunda. Tal es así que después de la décima vuelta, por un momento, me dormí con una tranquilidad hermosa: la de saber que lo había logrado.

Flashback: primero, el trauma

El 4 de febrero de 1994, acompañé a mi mamá a depilarse. No quise quedarme en la quinta con mis hermanos y mis abuelos. Faltaban diez días para mi cumple de 5. Fue mi oportunidad para estar sola con mamá. Con mamá, papá y una pareja amiga: Marta y Juan Carlos. Íbamos al centro de Pilar. Las mujeres a Mónica Brenta y los hombres al supermercado.

A la vuelta, un rastrojero –una palabra que escuché por primera vez ese día y nunca más que para hacer referencia a ese día– se cruzó en contramano, de frente a nosotros. Mi papá hizo luces, puteó y finalmente fue en su banquina donde chocó con esta camioneta hecha concha que solo estaba agarrando un atajo a su casa.

No me acuerdo de mucho: sí de Juan Carlos, el amigo de papá, agachado para cambiar el CD que sonaba, con la nariz en la mano tras el impacto del espejo retrovisor en su cara; sí de los gritos de Marta atrapada en el auto porque estaba con muletas. Me acuerdo del dolor del golpe que me di en el pecho por el brazo de mi viejo, que me frenó de salir volando (no había cinturón para chicos ni se usaba la sillita); del olor a nafta (que odio); de la mujer en musculosa y pelo corto que me dio agua Villavicencio (que amo); del chupetín naranja y redondo en un envoltorio cuadrado y transparente que me dieron en la salita de salud; de las merengadas (que odio) con gusto a nafta porque mi viejo no quiso tirar la compra del súper. Y no me acuerdo de ver a mi mamá. Ni de la vuelta a la quinta. Ni de los días siguientes.

Sí me acuerdo de algo que pasó casi tres meses después de mi accidente: vi el Premio San Marino de Fórmula 1 en Imola. Creo que ya era de día. Cuando veíamos carreras de madrugada, mi papá me despertaba y me prestaba los auriculares. Las veíamos así para no levantar a nadie. Me acuerdo de los nervios que me dio ver el choque, de mi insistencia en saber qué había pasado sin poder preguntar por la muerte. Me acuerdo de mi viejo diciéndome no sé, no sé, hay que esperar. Me acuerdo de un helicóptero, no mucho más.

De alguna manera vinculé mi accidente, que no fue trágico –y que en mi familia quedó como una anécdota fea de un auto destrozado– con el de Ayrton Senna que sí lo fue (algo que sabría después), y por eso es la primera carrera de la que me acuerdo.

Lo que siguió a Imola

Después de la tragedia, la ceremonia de los domingos empezó a generarme mucha tensión. A la vez, no quería perdérmela. Por supuesto no entendí la dimensión de lo sucedido hasta mucho después. Creo que fue cuando tenía 8 años que entró al parque de la quinta un perro de otro lugar, con una chapita que decía Ayrton, y cuando llamamos para avisar que estaba en casa papá preguntó si era por Senna y ese día hablamos mucho de Senna. Y de Brasil. Y de cuando mis abuelos se exiliaron allá. Y de la profesión de mi abuelo y sus hermanos, que eran periodistas deportivos relatores de boxeo, fútbol y, claro, automovilismo. Hablamos de los viajes que hizo Luis Elías Sojit acompañando a Fangio primero y a Reutemann luego.

Entonces el ritual, que yo creía de padre e hijas (porque también empezó a sumarse mi hermana más chica) se convirtió en casi un deber con el legado familiar. Era algo que, de alguna forma, corría en mi sangre. Ni a mi abuelo ni a sus hermanos los conocí más que por anécdotas que contaban otros. Empecé a sentir que ver y disfrutar las carreras, como las peleas de box, era estar un poco más cerca de ellos. Y era también una forma de conocerlos y conocer mi historia.

Así que a las carreras se sumaron las clasificaciones, la lectura de algún libro, las tardes jugando el Street Rod en PS1, al F-1 Race o el Road Fighter en emulador o consola; y en el Sacoa, al Daytona. Elegir una escudería favorita (Ferrari) y también, entre los pilotos, uno de quien gustar y otro al que admirar. Y de a poquito se fue forjando el sueño de ver una carrera en vivo. Muy a contramano de los comentarios de mi mamá ("Es un lío de gente, no es lugar para niños") y de mi papá, que sí había ido a varias ("Hay mucho ruido, te perdés todo, no entendés qué pasa, con suerte la terminas viendo por una tele y parado").

Silverstone, 6 de julio de 2025

Este 2025 se cumplen 75 años del inicio de la Fórmula 1 como la conocemos hoy. Silverstone es considerada la cuna de las carreras modernas, por ser escenario del primer campeonato oficial de F1 organizado por la Federación Internacional del Automóvil. Después de la Segunda Guerra, los circuitos que existían habían quedado destruidos y este lugar, que era en realidad una base aérea, pudo empezar a usarse para carreras.

El día después de ver la despedida de Ozzy –su réquiem en vida rip <3– con la emoción en todo el cuerpo, con poco descanso y muchísima alegría, salimos desde Birmingham para Northampton. Una de las estaciones de tren cercanas a Silverstone, donde nos tomamos un bondi hasta el circuito.

Lío de gente, barro, lluvia, sol, viento, papas fritas, baños repletos y clausurados, agua libre, helados, merch, merch y merch, puestos de Lego, de panchos y de la fuerza aérea británica. Música en vivo, mesas de camping, bebés con canceladores de sonido gigantes para sus cabecitas, viejitos con andador y señoras regias. Lo que se dice un festival.

Apenas llegamos, entramos justo por la puerta cerquita a nuestro asiento y decidimos hacer una caminata alrededor del circuito, pero entre la emoción y la lluvia fuimos a lo seguro: recorrimos algunos puestos, conseguimos comida, pasamos por el baño y nos acomodamos en las gradas. Teníamos asiento en la curva de Luffield, una vista increíble y, por lo que sabíamos, el lugar de los más termo.

Casi todos los ingleses del público vestían o McLaren o Ferrari, había cuatro pilotos en su casa: Hamilton, Norris, Rusell y Bearman. Solo los dos primeros se llevaron al principio la bendición del público, entre vitoreos y aplausos. Sin contar a los aclamados trabajadores que secaban la pista previa a la largada, en unos camioncitos mega simpáticos. El abucheo fue reservado y exacerbado para los espectadores VIP que pagaron para hacer el circuito en un camión como el que usan los pilotos para el desfile previo.

La curva Luffield, ubicada en el último sector antes de la recta principal, es una curva larga que nos permitió ver los autos durante más tiempo. No es la parte del circuito más técnica pero es muy vistosa y, a pesar de la lluvia, fue hermoso poder ver los autos desde ahí. De hecho, vimos el choque más sincronizado de la F1: los dos autos de la escudería Haas se rozaron y dieron un trompo sobre el circuito mojado que desde nuestra perspectiva pareció un solo auto.

Y como si fuera poco, tuvimos la oportunidad de vivir una carrera histórica. Nico Hülkenberg, de Sauber, hizo podio por primera vez desde que empezó a correr en F1, hace casi 15 años. En la escudería que hoy comandan Binotto (OG de Ferrari) y Wheatley (ex Red Bull). Un triunfo inolvidable para el piloto que largó 19º, subió 16 posiciones y terminó tercero. Todos nos paramos para aplaudirlo, gritamos ¡Nico, Nico! como si hubiésemos sido hinchas suyos toda la vida. El festejo de la tribuna fue el mismo que para los locales. Porque lo que se celebra es la hazaña, más allá de los colores.

Una vuelta más (y otra más)

Es cierto que ir al circuito y ver una carrera no es igual a la comodidad del living de casa, es cierto que no se escucha una poro-nada porque entre la lluvia torrencial, el sonido duplicado de las pantallas y los gritos es difícil entender qué está pasando. Es cierto que hay mucho ruido, mucha gente y mucho viento. Es cierto que solo ves una partecita. Y también es cierto que como cualquier otro evento de la vida, es mejor disfrutarlo in situ que verlo por televisión.

El sonido de la macchina, los chistes de los que están al lado tuyo, la puteada al safety car para que se vaya y vuelva la emoción, el viejo que llevó la radio y te hace la gauchada de decirte por qué no ves a Colapinto –te quiero mucho Franco–, el olor a pollo frito, el viento en la cara, el aplauso multitudinario, el saludo de los pilotos desde el auto a la tribuna donde estás, que se cae en ovaciones. Todo eso es mejor.

Haberlo vivido es una alegría enorme y también una reivindicación para la niña que quería estudiar mecánica, la adolescente que volvía antes de bailar para ver carreras, la hincha de Alonso pero también de Schumacher, la tifosa. Sé que fue la primera de varias. Que vendrán otras. Porque ir, solo da ganas de volver.